jueves, diciembre 08, 2005

Cuentos para pasar el verano (1º parte)

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3. Sobre la contabilidad moral

Es de suponer que fue Joaquim João Gomes (1833-después de 1868) quien introdujo en las ciencias occidentales la /pocas veces aplaudida disciplina a la que nos referiremos brevemente. Agnóstico en grado extremo, Gomes se sumergió a temprana edad en el estudio de las virtudes morales8. Sus lecturas, fragmentarias y leves, su ininterrumpida contemplación, su dispar recogimiento, no llamaron la atención de sus congéneres, hasta que una tarde de mayo, en un mercado de la ciudad alta de su Coimbra natal, Joaquim João, subido a una improvisada tarima, predicó en público y para asombro de los asistentes, una recomendación que sería desoída en lo inmediato, aunque de todos modos conocería la celebridad: “Contad vuestras verdades, lealtades y recatos, y restadle vuestras mentiras, traiciones y excesos; y hacedlo siempre y cada anochecer, y anotad el saldo, que transportaréis a la jornada siguiente, y así en lo sucesivo”. Los rumores de entonces, recogidos con insidia en la Folha do Figueira da Foz, controvierten la conjetura de que Gomes hubiese puesto en práctica, alguna vez y para sí, una contabilidad semejante. Sigilosamente embarcado hacia el Brasil[9], la historia terminó entregándolo a los brazos de algún indócil acantilado.
Fue entonces Saveiro Bonaiuta (1853-1889), en los caseríos inmediatos a Génova, quien habría de recoger aquellos principios para su aggiornamiento y método, de todo lo cual da cuenta su opúsculo Contabilitá Morale (Milán, 1880). Bonaiuta listó con detalle y generosidad, las partidas del activo y del pasivo moral, entre las que militaban las siguientes: en el activo, paciencia, fidelidad, templanza, humildad, coraje, austeridad, benevolencia y “violenza giusta”[10], mientras que en el pasivo, impaciencia, traición[11], desmesura, petulancia, cobardía, despilfarro, maldad y violencia ingiusta. Añadió, también y en el haber, un curioso rubro titulado “previsión para futuros desarreglos”, sobre cuya naturaleza y finalidad hubo controversia. El bilancio morale, debía hacerse por períodos anuales, sin perjuicio de las anotaciones cotidianas que eran de consignar en una libreta sensa correzioni[12].

La oposición no tardó en emerger. Desde las comarcas de la religión se alzaron voces de reprobación, entre las que se destaca la del Obispo de Milán, quien perpetró en Lodi la célebre homilía del 14 de marzo de 1881, con la que lanzó sobre los fieles abrojos incandescentes, en frases como ésta: “La llamada contabilidad moral es hija ilegítima de la incurable soberbia humana. Dios es el único y omnisciente contador, si de virtudes o pecados se trata”. Ése y otros conceptos semejantes —se dice y no se desmiente— habrían ilustrado alguna de las ponencias ventiladas en el Primer Congreso Eucarístico Internacional (Lille, 1881) e, incluso, habrían maculado no pocos y atormentados borradores de un documento pontificio titulado “Etsi nos” (1882) y de la encíclica Providentissimus Deus (1893). Si tales bosquejos no llegaron a conocer la imprenta —se afirma en conjetura—, ello habría obedecido al secreto hallazgo vaticano de un método semejante propiciado por el fundador de la Compañía de Jesús en la primavera de 1550, del que la curia no se atrevía a abjurar.

El tratadista ruso Igor Dubiansky, en su fabulosa obra titulada Bases para una contabilidad moral (Kiev, 1905), de la que la intempestiva revolución de 1917 dejaría insuficiente rastro, no se sintió maniatado por aquella —veladamente insegura— prédica clerical, y avanzó más aún. Declaró que la obra de Bonaiuta, antes bien que reflejar la moral humana en alteridad —tal como correspondía—, constituía un mero “inventario” individual de limitadísima utilidad. Incorporó, pues, las “acreencias” y las “deudas” morales, que juzgó dignas de anotación. Añadió también las convenientes nociones de “utilidad” y “pérdida” moral, propuso la rúbrica oficial de los libros, e incluso —en una edición posterior— la emisión de certificados que diesen debida cuenta de todo ello[13] para beneficio de sus respectivos titulares y de la comunidad toda[14]. Previó, con sabiduría o vaticinio, la necesidad de un régimen especial para la “bancarrota moral”. Aquellas novedosas ideas dieron a la disciplina un impuso mayúsculo, especialmente en las orillas del mar Negro desde Sebastopol hasta Varna, aunque, como es de corresponder a todo progreso, también y casi de inmediato se incurrió en abuso cuando no en impúdico desvío[15].

Se llega así al derrumbe y desmantelamiento de la “contabilidad moral”, acaecidos en el atardecer del año 1930. Precisamente en los Balcanes, la región en la que más se había expandido la praxis de estos /dudosamente nobles procedimientos, un viajero argentino, don Polidoro Robles, quien se había desempeñado como tenedor de libros para la Compañía Argentina de Cemento Portland, en Sierras Bayas, pudo haber persuadido al Rey —quien poco antes había disuelto el Parlamento y abolido la Constitución de San Vito—, sobre la conveniencia de una “moratoria moral” que pusiera fin a la enorme profusión de “deudas morales” que afligían buena parte de su territorio, y terminara, de paso, con el aluvión de los consiguientes certificados. Guiado por propósitos inexplicados y probablemente personales[16], el monarca fue más allá y dictó entonces un destemplado decreto, consagrando una suerte de “amnistía moral”. Súbitamente, infinidad de registros y certificados, celosamente llevados o aquilatados por décadas y por multitudes, quedaron convertidos en letra muerta[17].

Se entregó de ese modo y a los detractores de la “contabilidad moral” un importante y —hasta ahora— inquietante argumento que instaló una duda letal: ¿para qué habría de ser practicada una “contabilidad moral” si, al fin y al cabo, podía sobrevenir alguna clase de perdón?[18] Los teólogos de entonces, conformes con el desmantelamiento de aquel sistema “laico e imperfecto”, vieron con secreta simpatía el abrupto final de las antedichas convenciones.

Después, los esfuerzos —evidentemente aislados— por recuperar del /merecido olvido las colosales enseñanzas de Joaquim João Gomes y de sus distantes y esforzados seguidores[19], o bien fueron baldíos o bien permanecen desconocidos para quien esto suscribe.

Génova, 1937

8 Se conjetura que ello habría obedecido a reiterados desarreglos de conducta que motivaran su consiguiente —y prolijamente callada— expulsión del Colegio San Antonio dos Olivares de Coimbra, según refiere Teresa Carvalho en Portas (e janelas) da educaçao, Porto, 1901, pág. 3.
[9] Hecho que fuera precedido de no pocas y “justificadas amenazas” por parte de sus “insatisfechos acreedores”, conf. Ribeiro, José Pereira de, A problematica das relaçoes entre o poder espiritual e o poder temporal na vida e obra do Joaquim João Gomes, Lisboa, 1912, tº XXI, pág. 1877
[10] Uno de sus máximos glosadores, el neocelandés George Sheridan, cuestionó severamente dicho rubro (y su correlativo del pasivo) sugiriendo su reemplazo: “violenza ingiusta” debía ser permutada por “first violent offense” (en el pasivo), mientras que “violenza giusta” debía serlo por “violent answer” (en el activo). En su parecer la comprobación de la “justicia” o “injusticia” en los actos violentos exigía juicios “incómodos” de los que no cabía esperar la debida “certeza”. En cambio, parecíale mucho más “objetivo” limitarse a verificar si la violencia había sido inicial y, por consiguiente, digna de “reprobación moral” o si por el contrario ella había estado precedida de otro acto violento, caso en el cual “devenía virtuosa”.
[11] Posiblemente obligado por reiteradas y reservadas motivaciones de índole personal, Bonaiuta declinó incorporar en el pasivo el rubro “infidelidad”, prefiriendo en cambio el rubro “traición”, concepto éste que consideraba menos problemático, según se infiere de dos de sus misivas dirigidas a su dilecta discípula, la professoressa Giuliana Montesapor quien, de su parte y en sus respectivas respuestas, no escatimó intimidades ni sorna.
[12] En una edición posterior Bonaiuta terminó aceptando las enmiendas, por imposición de uno de sus malévolos benefactores, Bruno Vindicatti, duque de Sanpierdarena.
[13] Certificados que, aparentemente, llegaron a ser exigidos como parte de la dote en ciertas uniones maritales de los burgueses asentados en Crimea.
[14] El “endoso” de los antedichos certificados dio lugar a prácticas observables en un inusitado “mercado negro moral” que el propio Dubiansky terminó aborreciendo pública aunque tímidamente.
[15] Hay noticia de la ocurrencia de costumbres repudiables: los “certificados morales” pasaron a ser objeto de transacciones patrimoniales, y hubo “acreditaciones” exageradas e incluso apócrifas, todo lo cual, a pesar de su inocultable demérito, no era “debitado” en las respectivas contabilidades morales.
[16] Se rumorea
[17] Absolutamente contrario al espíritu actual de la contabilidad: ¿es tan fuerte la faceta legal como para “eliminar” de un plumazo a la contabilidad? ¿Vale mas el aspecto legalista que la realidad (moral) en este caso? La esencialidad ¿no cuenta? Dudas de Ariel.
[18] Duda hasta teológica: ¿para qué la existencia del pecado, si puede borrarse por medio del perdón divino? ¿Para qué pensar, por analogía, a Dios como “el gran contador”? Otra duda de Ariel.
[19] Se cree que Bonaiuta y Dubiansky pudieron haber mantenido un furtivo cónclave en Trieste o en Fiume, durante la madrugada del 15 de junio de 1916.

Cuentos para pasar el verano (2º PARTE)

La confabulación de los tenedores

No sé si usted lo habrá notado, pero —le advierto— hay entre nosotros una categoría de sujetos que, según he podido detectar, comparten costumbres y perversiones semejantes, enderezadas todas a una finalidad unívoca y, a la vez, profundamente alarmante. Algunos de ellos, los que cobijan una cierta veteranía, mantienen todavía hoy su tradicional indumentaria, y por lo tanto continúan luciendo (¿con orgullo?) gastados mangones blancos, y sospechosas viseras. Los más viven sin prisa, con austeridad, apretados entre libretas y biblioratos que nunca nadie podrá descifrar. Habitan limitadísimos y oscuros escritorios, sugestivamente emplazados en ciertos rincones y galerías subterráneas de buena parte de los mejores edificios de la zona norte de la ciudad. Si se los interroga, ellos dicen desempeñarse para pretéritas compañías latifundistas, y se jactan de continuar la tarea de sus ascendientes, que fueron invariablemente ungidos por familias patricias durante el siglo XIX. Está probado que se comunican entre sí mediante códigos secretos que, si bien no he logrado todavía develar por completo, aparecen intercalados con disimulo en almanaques y volantes feriales, en liquidaciones de esquila, o en la papelería que se intercambian a propósito de alguna operación de mediería o de consignación de cereales. Más aún, con la evidente connivencia de un viejo funcionario del Senasa (cuyos datos personales me reservo, por ahora) han logrado montar allí, más precisamente en la oficina “044”, una especie de clearing de sus estrategias y objetivos, algunos de los cuales, manuscritos en el interior de una aparentemente inocente caja de vacunas contra la aftosa, fueron a parar a mis manos, por razones fortuitas, en vísperas de Navidad, el año pasado. Había ido allí con el propósito de llevar, como todos los años, una botella de sidra y un pan dulce. Luego de golpear con insistencia la puerta de su oficina, y para mi sorpresa, advertí que el funcionario en cuestión (sí, el mismo que acabo de mencionar), pese al horario se había ausentado sin echar llave a su despacho, por lo que me permití entrar, sabiendo de antemano que el presente que le llevaba aventaría todo reproche de parte suya. Una vez en el interior, me apresuré a buscar un papel y una lapicera, para dejarle la consabida salutación. Fue entonces cuando descubrí, sobre el mostrador, una caja de vacunas del tamaño de una de zapatos, vacía, que sólo me llamó la atención por estar prolijamente dispuesta debajo de una lupa y encima de un cuaderno celeste. La tomé entre mis manos y, separando sus tapas, pude entonces leer en su interior y no sin dificultad estas anotaciones que, usted verá, prueban irrebatiblemente tanto la existencia de la logia de los tenedores de libros, como la de sus bajos designios:

Objetivo nº 146: distracción (por confusión) de los patrones; Método: información incoherente; Oportunidad: primera semana de sus vacaciones.

“Objetivo nº 147: disuasión del asesor legal de los patrones; Método: exageración de las complicaciones y minimización o disimulación de la importancia económica de los conflictos; Oportunidad: al finalizar la consulta profesional.

“Objetivo nº 148: promoción de conflictos familiares entre los patrones (y separación de los más talentosos, ver Objetivo nº 019); Método: informes erróneos sobre gastos particulares y retiros de fondos, comentarios recurrentes e informarles sobre sus asimetrías patrimoniales; Oportunidad: vísperas de adquisiciones de bienes importantes.


“Los números nos unen. Los números los separan”
“¡La patagonia es y será nuestra!”
Aníbal Fillipini (abogado que gracias a Dios no ejerce y se dedicó a la literatura), "Fabulaciones y confabulaciones", Ediciones del Dragón, Buenos Aires, diciembre de 2005